Volver a mí. Y atrapar todas las estaciones del año con las palmas de mis manos hasta fusionarlas en una temperatura constante.
Cambiar las sábanas y respirar a nuevo, al jabón de mi piel entre el algodón recién expuesto, cerrar los ojos y sentir casa.
Ser la oportunidad de un único juego de azar no inventado con unas reglas muy precisas para interactuar conmigo.
Deshacerme de las mangas demasiado largas que no me dejan tocarnos, de las demasiado cortas que me provocan incredulidad por falta de amor propio.
Hablarme en todos los idiomas no inventados para que nadie, nadie, sepa qué me digo, el motivo por el cuál me vomito palabras de amor y, con la misma facilidad, las cambio por espejos rotos que me cortan los silencios.
Pellizcarme la piel y volver a la cuenta atrás de los recuerdos hasta que estos ya no duelan.
Enseñarme las pequeñas uñas si dudo.
Lanzar a los tiburones a los momentos que acomplejan, empequeñecen, marean o provocan delirio.
Ser la sala de espera fija para volver a mí.
Ser la flor abierta y expuesta a la vida para volver a mí.
Ser el rezo aprendido, memorizado y sentido para volver a mí.
Porque al final solo me queda eso, volver a mí.
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