Recorres con tus plumas vuelos que sabes que acabarán alejándose.
Te asustan las mamíferas porque tenemos una sangre peculiar, que mancha, que se escurre, que lo impregna absolutamente todo con su escandaloso color. Que voy a ser madre de un hijo que no va a existir con tus manos y con sus ojos, o al revés, que lo voy a parir de pie, mientras todo un ejército de hormigas vienen a llevarse mi deseo lejos.
Tengo un cuerpo liso y sabes que sangra, por eso decides no quedarte y volver al cobijo de los nidos de paja y altura en las cornisas. La caída desde allí se ve tan certera que sabes que será una muerte rápida.
Yo no podía ofrecerte una muerte así, lo mío era colisionar en caliente con tu cuerpo y morder los brazos, hasta sacarles ese billete de ida al recuerdo que necesitas; lo mío era pincharme el cuello y dejar que la sangre resbalara hasta el pecho para que pudieras amamantarte de ella; lo mío era colgar de tu boca todos los besos que se quedaron en la estación de cercanías esperando, viéndonos ir del uno a la otra sin poder subirse a nuestros labios.
Te gustan las plumas tranquilas, los alegres cantos musicados a través de los árboles, saltar de rama en rama con brío.
Las mamíferas como yo entran con tanta fuerza en el bosque que los de tu especie salen volando, acobardados. Mecemos a los pájaros muertos entre nuestras garras y los miramos con compasión y ternura.
¿Vas a hablarme tú de vivir con los árboles cerca? Yo he dormido a los pies de uno, me he tragado la savia que me ha ofrecido a través de su corteza, lo he abrazado con mis extremidades y, justo antes de que la tormenta fuera inevitable, me ha lanzado en dirección a la vida porque la lección me la dejó impregnada en la piel.
Las mamíferas somos tierra, raíz que, aunque triste, es capaz de descamarse las cicatrices para intentar dar fuego a una nueva piel.
Tú, esperas una implantación de unas plumas que has abandonado por miedo a no saber entender los colores de las nuevas que estaban por salir.
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